viernes, 19 de noviembre de 2010

Apuntes sobre formación política y confrontación ideológica

Para Andrés y Juan Pablo
que, en nuestra contradicción,
me obligan a pensar más seriamente



En la vida cotidiana es evidente que algo no anda bien. Cualesquiera que sean las premisas a través de las cuales miremos la realidad, es obvio que las cosas no marchan bien. Pero el problema inicial es precisamente aceptar la existencia de esas premisas, aceptar que tenemos un punto de vista formado socialmente, condicionado por nuestra clase social y por nuestra educación. Esto es fundamental, sobre todo en un mundo que se afirma en la certidumbre de que la realidad es un fenómeno natural ahistórico, donde la historia no existe y tampoco es importante, donde cualquier visión es subjetiva pero igualmente válida (por lo menos es lo que se enuncia discursivamente, aunque en la realidad se dicten criterios tajantemente).

Sin embargo, la perversidad peor de la ideología que se impone en la configuración de la realidad es la que dice que la dinámica social no tiene un sentido destructivo, pero que no tiene tampoco posibilidad de transformación, a no ser que sea mínimamente (sólo en sus formas y muy lenta y eventualmente, pero nunca de forma abrupta ni el fondo de las cosas), a la vez que estimula la fantasía de que cada uno tiene la capacidad de modificar su propia circunstancia paso a paso, lentamente. No es, por supuesto, en este contexto, ninguna casualidad que las formas místicas de pensamiento tengan tanto crecimiento entre la población, no importa qué corte tengan, ni el tipo de gente que aglutinen, sean de clase media, alta o de los sectores populares; la idea es la misma, el convencimiento de que el cambio ocurre en uno mismo y en la conciencia, en la pasividad y en la no violencia.

Esta visión, la de la “naturalización” de la historia, cuando se piensa que el devenir histórico no es histórico (es decir, determinado por circunstancias sociales específicas) sino natural (que de cualquier manera hubiera sido lo que es actualmente, dado que está en la “naturaleza humana”), aunada a la convicción de que hay un proceso dificultoso pero llevado a cabo con corrección por los gobernantes (sean liberales o conservadores), estigmatiza, ridiculiza, ningunea o simplemente rechaza la posibilidad de una transformación radical de la sociedad.

Podemos incluir en esta actitud, sin niguna reserva, a sectores ilustrados que entienden de historia, que pretenden entender la historia en un sentido puramente cultural o donde las estructuras de poder sólo se modificaban políticamente. La conclusión necesaria de este planteamiento es que la transformación o, mejor dicho en términos suaves y tersos, el mejoramiento de las condiciones sociales sólo ocurrirá con un reacomodo de las fuerzas políticas. En terminos más específicos, se afirma que la pobreza y la violencia, siendo imposible erradicarlas, se mitigarán con voluntad política y acuerdos nacionales.

En este contexto ideológico, digamos, el grupo de los pobres, al mismo tiempo que es el más numeroso de la sociedad, es el que menos representatividad tiene, el de menor capacidad de movilización, el de menores oportunidades de organización también. Aun considerando las grandes movilizaciones sociales, sindicales y en defensa de la tierra, nunca en la historia del capitalismo hubo tantas transformaciones en detrimento de tan basta mayoría que fueran recibidas por una cantidad tan pobre de protestas y movilizaciones alrededor del mundo.

Me parece que es fundamental plantearse si la ideología de la pasividad, de la conciencia de uno mismo, de la aproximación exclusivamente cultural y política, incluso filosófica, a un problema que es predominantemente económico; plantearse, decía, si esa ideología está triunfando y cuáles serán sus fatales consecuencias. Aun más importante es proponer un papel doctrinario, programático, que se contraponga a la ideología apologética, tácita o implícita, del capitalismo; no sólo para combatir en el plano de las ideas, pero sobre todo, para organizarnos y movilizarnos de una manera alternativa, comunitaria y socialista.

Utilizo la palabra doctrinario en un sentido de aglutinamiento programático, de una cohesión consensuada y organizada. Y para espantar a esos fantasmas atraídos por el discurso reaccionario, no me refiero a la doctrina como dogmatismo, pero sí como claridad de ideas. Es decir, entender que el problema de la sociedad capitalista no es un problema cultural ni político, en primera instancia, sino que esencialmente se trata de un problema económico. El problema de la sociedad capitalista es la manera en que produce riqueza, pues debe despojar de su trabajo a quien produce, para acumular capital, debe mantener la abundancia de mano de obra para que sea barata, debe depredar para inundar mercados y salir de sus crisis continuas. Este modo de producción está por encima de cada individuo y de su voluntad, y genera sus propios mecanismos culturales y políticos que son sólo síntomas de una enfermedad más grande de la que esos mecánismos en sí ya son.