domingo, 15 de julio de 2012

Apuntes para la historia. Mi primera prisión. Ricardo Flores Magón

Escrito en la cárcel del Condado de Los Ángeles, California, el texto que el lector tiene en sus manos constituye el único testimonio de primera mano del movimiento estudiantil antirreleccionista de la primavera de 1892 en Ciudad de México con que se cuenta. Fue publicado en un pequeño periódico de corta vida, Libertad y Trabajo, “Semanario Liberal, Independiente” (mayo-junio,1908; Los Ángeles, California. Director Responsable: Fernando Palomares; Redactor en Jefe: José H. Olivares. Admón.: Blas Vázquez), mismo que pretendía dar continuidad al semanario Revolución, suprimido por agentes al servicio del dictador Porfirio Díaz en aquella ciudad californiana semanas atrás. Fuera de esa publicación, ha permanecido inédito hasta el día de hoy. La fecha de su escritura, 18 de mayo de 1908, es relevante: tres días atrás su autor, Ricardo Flores Magón, había redactado el manifiesto, suscrito por los miembros de la Junta Organizadora del Partido Liberal Mexicano, a través del cual se convocaba al segundo intento insurreccional en contra de la dictadura porfiriana. A 120 años de los sucesos narrados, su lectura no deja de ser enriquecedora.
Jacinto Barrera Bassols
A la señorita Ethel Dolsen1
Algo extraño ocurría en la ciudad de México al comenzar la primavera de 1892. La gente se movía, se agitaba, como si con la entrada de la estación se hubiera desentumecido en caduco organismo de la sociedad mexicana. Vibraciones juveniles reanimaban la vieja ciudad. La sórdidas barriadas donde se pudre física y moralmente la gente pobre, ardían en una atmósfera de protesta. Las escuelas eran otros tantos clubs donde la juventud estudiosa hablaba de los Derechos del hombre, de Libertad, de Igualdad y de Fraternidad. En los pasillos de los teatros, en los casinos, en las calles, en las plazas, en las cantinas, en las tiendas, en los tranvías se hablaba del Gobierno en tono rencoroso. Los ciudadanos lanzaban miradas torvas a los gendarmes. Los policías secretos eran designados a voces y perseguidos por la estruendosa befa de los estudiantes. A gritos se referían chascarrillos acerca de Porfirio Díaz y su mujer. Todo indicaba que la autoridad había perdido su prestigio.
Hacía dieciséis años que una revuelta mezquina había colocado a Porfirio Díaz al frente de los destinos de la nación mexicana, y desde entonces había gobernado sin interrupciones el país; aunque Manuel González había figurado como presidente en los años de 1881 a 1884, éste sólo fue un instrumento del siniestro Dictador. Díaz preparaba en 1892 su segunda reelección y los ciudadanos inteligentes se disponían a impedirla por el inocente ejercicio del civismo. A eso se debía el extraño aspecto de la ciudad de México al comenzar la primavera de ese año. Ya para entonces Díaz tenía en su pasivo cuentas enormes de duelo y sangre. Las cabezas que habían tenido la desgracia de descollar unas cuantas pulgadas sobre el nivel de degradación moral que con su espada había marcado el Dictador, habían caído por centenares, por miles en todo el país. Las frentes de los viandantes tropezaban en la noche con lo pies hediondos y helados de los colgados en los árboles de los caminos.
En los vericuetos, en las hondonadas, en los recodos fermentaba la carne de las víctimas del despotismo. Los “rurales” –esos cosacos de la Rusia mexicana– cruzaban el país en todas direcciones matando hasta la hierba, como la pezuña del caballo de Atila. La prensa de oposición había sido exterminada. Las oficinas de los periódicos habían sido invadidas por las fuerzas del gobierno y algunas de ellas, como la de El Republicano2 había sido teatro de espeluznantes hecatombes. En El Republicano habían sido destruidos los muebles, regado en el suelo el tipo de imprenta, quebradas las prensas y sacrificados los cajistas sobres esas ruinas.

La permanencia de Ricardo Flores Magón
en la cultura popular
Antes de la primavera de 1892 nadie hablaba. Los labios, mudos, se apretaban, para impedir que se escaparan las protestas que ya no cabían en los pechos. En las sombras aguzaban sus oídos los espías, y una frase, una palabra o una sílaba sospechosa de subversión, ameritaba la muerte y la tortura en las tinieblas de los calabozos. Silenciar el crimen, era una virtud; apologizarlo, era una virtud más alta que se premiaba generosamente. Los hombres de nivel moral más bajo, ocupaban en el Gobierno los puestos más altos. Los pechos más viles desaparecían bajo el brillo de las condecoraciones e insignias de todas clases. Para ser general, ministro, juez, gobernador y diputado, eran cualidades despreciables el valor, la pericia, el talento, la sabiduría, el carácter: lo indispensable era tener una esposa bella o en último caso, un espinazo de bambú.
Rotas a sablazos las alas de la fuerza moral, para subir era preciso arrastrarse. Las escuelas, regidas por reglamentos de cuartel, surtían a la patria de eunucos en lugar de ciudadanos. La presencia de un juez, o de un gendarme, se hizo más inquietante que el encuentro con un bandido. El turíbulo sustituyó a la pluma. La justicia quebró su espada y se cubrió con el manto de Mesalina. El Derecho era una incógnita irresoluble. Condensada la Jurisprudencia en el sable de Porfirio Díaz, los códigos fueron entregados a polilla en el polvo de las bibliotecas. La tiranía política debilitaba el carácter; la tiranía del hombre consumía los cuerpos. Si un hambriento robaba una mazorca de maíz se le fusilaba. Si un funcionario de vientre redondo se adjudicaba las rentas públicas, se le declaraba benemérito de un Estado cualquiera o de la Patria. El robo ratero se premiaba con la horca; el robo en grande escala se premiaba con medallas y cintajos.
Tal era la situación en aquella época; tal es la situación en nuestros días. Era, pues, extraña la agitación que se notaba en la ciudad de México al comenzar la primavera de 1892. En las calles se repartían volantes anunciando meetings de estudiantes y obreros para oponerse a la reelección de Porfirio Díaz3. Los tres o cuatro periódicos de oposición que habían logrado vivir, gracias a que adoptaron una actitud ambigua, animados por la excitación popular acentuaron en sus artículos un sabor marcadamente oposicionista. Ahogado en miedo, el rebaño humano se soñó realmente pueblo. Las personas que sabían leer se empaparon en los episodios de la Revolución Francesa. Se hizo de buen gusto adoptar modales de sansculotte4 y no pocos agregaban a su saludo la palabra “ciudadano”. Los rostros mustios de las masas apaleadas, ostentaban gestos audaces. Las frentes marchitas se rejuvenecían al soplo de un viento heroico. En los cuartos de los estudiantes se coreaba La Marsellesa, mientras en las plazas y en las calles se podía adivinar por las actitudes quien se soñaba Marat, quien Robespierre, quien Saint Just5.
Así se pasaron algunas semanas en una dulce embriaguez revolucionaria. Un civismo era lo que iba a oponerse a un Gobierno absoluto sostenido por cuarenta mil bayonetas. Manos armadas de boletas electorales pretendían disputar la victoria a las manos armadas de fusiles. Por todas partes se ensalzaba el civismo como una fuerza contra la cual son impotentes los cañones y los fusiles de los tiranos. Por ese estilo se soñaba con un candor verdaderamente infantil. Los clubs antireeleccionistas de obreros y estudiantes, se pensaban de ciudadanos ansiosos de escuchar el verbo de Mirabeau6 y Danton7 trasplantados a México. ¡Ah, si hubiera habido un Desmoulins8!
Los clubs organizaron una manifestación pública en contra de la reelección y se señaló la mañana del 16 de mayo para llevarla a cabo, siendo el lugar de ésta el Jardín de San Fernando. Desde temprano se vio invadida por la multitud la amplia plaza en cuyo ángulo se encuentra el panteón donde reposan los restos de Guerrero, de Zaragoza, de Juárez y otros hombres ilustres.

Ricardo Flores Magón fichado por la policía
La multitud hablaba alto; se sentía la necesidad de hablar alto después de tantos años de sepulcral silencio. El sol, el bello sol mexicano derrochaba su luz y calor; los rostros se volvían con frecuencia hacia el sitio donde duermen los héroes, como para arrancar una esperanza de vida donde reina la muerte. Una gran confianza y una gran fe henchían los pechos. Los estandartes de los gremios obreros y de las escuelas ilustraban el bello conjunto con sus colores fuertes y alegres. Abajo, se agitaban las cabezas de la muchedumbre acariciadas por un soplo épico. Arriba se balanceaban los penachos de los árboles al beso de la brisa de mayo.
La muchedumbre, puesta en orden, comenzó a desfilar. De los balcones llovían flores. Todo México entusiasmado asistía a presenciar la manifestación. Vivas a la libertad y mueras a la tiranía brotaban de todas las gargantas. Los estandartes brillaban al sol. Las bandas de música emocionaban a la multitud con sus acordes heroicos. En cada guardacantón, en cada carro, donde quiera que hubiera algo que pudiera servir de tribuna, se encontraba un orador, ora de levita, ora de blusa, atildados unos, broncos los otros como la tempestad.
El cielo azul ardía en la gloria de su sol de mayo. Más de quince mil personas formaban la enorme comitiva que se dirigió al barrio populoso de la Merced. A su regreso era un río humano de más de sesenta y cinco mil personas. Lo más enérgico, lo más viril de México desfilaba por las calles de la rejuvenecida ciudad afirmando sus ansias de libertad y de justicia. Acobardado el Dictador, no se atrevió a ametrallar a la multitud que no pensaba en las armas sino en los comicios. ¡Ah, si hubiera habido un Desmoulins!
Durante unas cuantas horas, los esclavos, ebrios de civismo, se creyeron libres; a las veinticuatro horas los esbirros del Gobierno se encargaban de demostrar que el inerme civismo es impotente para someter al despotismo armado. He aquí lo que sucedía.
El diecisiete de mayo fue señalado por los empleados del Gobierno para efectuar una manifestación a favor de la reelección. Con bastante anticipación delegados de la dictadura habían recorrido los pueblos del Distrito Federal, comprometiendo a los hacendados a enviar a sus peonadas a la Capital para que figurasen en la comitiva, porque no se podía contar con el pueblo de México, que decididamente se había afiliado a la oposición. Por la fuerza se llevó a los peones a la Capital, no se les dio de comer y desde muy temprano se les tuvo en pie sin un trago de agua, sin un pedazo de pan, custodiados por la policía para que no se desbandaran. Los que sepan algo de México recordarán que los obreros del campo –peones– son verdaderos esclavos. Pues bien, esos esclavos y los lacayos de Porfirio Díaz, eran los “ciudadanos” que “espontáneamente”–según rezaban los periódicos porfiristas– iban a manifestar su adhesión al Nerón de México. La Alameda fue el lugar elegido para reunir este triste rebaño. Comenzó el desfile, un verdadero desfile fúnebre. A la cabeza iban los empleados del gobierno; los seguía la peonada. Todos caminaban mirando al suelo como bestias cansadas sobre cuyos lomos restalla el sol su fusta de lumbre. Al verlos taciturnos y mudos, antojábase el desfile de unos ajusticiados al camino del cadalso. Así deben haber desfilado por las calles de Tenochtitlán, hacía el templo Huitzilopochtli, los vencidos por el iracundo Ahuizotl.

Ricardo y Enrique Flores Magón
La gente reía, en las aceras epigramas sangrientos taladraban los oídos y hacían sangrar el corazón de aquellos de los manifestantes que comprendían lo ridículo de la farsa. Algunos querían huir, marcharse a esconder su vergüenza y tal vez darle rienda suelta al llanto; pero ahí estaban los gendarmes para evitar las deserciones de los “espontáneos” manifestantes. Algún estudiante tuvo la feliz ocurrencia de comprar grandes cestos de pambazos –pan corriente– y una lluvia de pambazos, como una lluvia de ignominia, azotó los rostros, las espaldas y los pechos de los manifestantes en medio de las risotadas y de la chacota del público. De los balcones caían tortillas duras y desperdicios de cocina. Entonces, provocando universal estupefacción se vio a los peones encorvarse, recoger y llevar a la boca el pan sin comprender el escarnio, sin darse cuenta de la burla mortal que encerraba aquella lluvia alimenticia. ¡Los miserables tenían hambre y la saciaban!
Surgieron los oradores entre el público. Era aquella una indigna comedia que envileció la dignidad del hombre, y el público reprobó la conducta del Gobierno que forzaba a seres humanos embrutecidos por la ignorancia, el duro trabajar y la miseria, a figurar como manifestantes espontáneos en pro de la reelección. Las protestas contra el despotismo atronaban el espacio y una lluvia de esbirros cayó sobre los ciudadanos repartiendo golpes y palabrotas. Comenzaba yo a dirigir al pueblo un discurso de protesta contra la Dictadura cuando dos revólveres, empuñados por manos crispadas tocaron mi pecho con sus cañones, el gatillo levantado, pronto a caer al menor movimiento que yo hiciera, truncando salvajemente mi primer ensayo tribunicio. Rodeado de esbirros fui conducido a la azotea del Palacio Municipal donde encontré a una docena de camaradas de las escuelas que también habían sido detenidos. Tenía yo entonces diecisiete años de edad y cursaba el quinto año en la Escuela Nacional Preparatoria. Mis camaradas me informaron que también mi hermano Jesús había sido arrestado y llevado, como otros muchos a una de las Comisarías de Policía. El sol vaciaba lumbre sobre aquella azotea. Las sed nos producía fiebre; pero el malestar físico era ahogado por nuestro entusiasmo. Soñábamos, pensábamos en alta voz. No se nos ocultaba que podíamos ser fusilados como tantos otros; pero éramos jóvenes, éramos soñadores y el miedo no se atrevía a llamar a nuestros corazones con sus dedos fríos. Formidables policías de a caballo dejaron sus bestias en el patio del edificio y subieron a vigilarnos. Nos decían que en la noche nos “darían agua”. Los déspotas mexicanos, por un eufemismo cruel cuando decretan la muerte de alguien, dicen a los esbirros: “den su agua a ése”. El cielo, irreprochable, brillaba intensamente. La vieja y maciza Catedral proyectaba en la bóveda de añil sus regios contornos. A lo lejos el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl levantaban sus nieves al cielo, como para evitar que lo manchasen los crímenes de los hombres. Algo como el bramido del mar sacudió nuestros cuerpos haciendo volar nuestros sueños y alejarse como mariposillas blancas. Era el pueblo que rugía.
En aquella época éramos los estudiantes los ídolos del pueblo. Sin ponernos de acuerdo, todos tuvimos el mismo pensamiento: correr al borde de la azotea para ver lo que ocurría. El espectáculo era imponente. La extensa plaza era un mar humano. La noticia del arresto de los estudiantes y su probable muerte a las altas horas de la noche, conmovió a todos como una corriente eléctrica. El pueblo corría a salvarnos sin más armas que sus puños firmes, al descubierto el  pecho generoso. Rápidos como el rayo caían los sables sobre aquel mar de carne. La confusión era espantosa. La multitud, inerme se desbandó. Brazos musculosos nos arrastraron casi a un oscuro desván donde se nos amontonó como fardos de maíz. En la noche escuchamos otra vez el rugido del pueblo que llegaba apagado hasta nuestro encierro. La multitud dispersada por la mañana se había armado de cuchillo, de palos, de piedras y volvía en la noche para rescatarnos. Oímos el rodar de los cañones listos para ametrallar al pueblo. Las caballerías, sable en mano, recorrían a galope las barriadas levantiscas del cuartel de la ciudad donde estaban las escuelas. Se despejó de ciudadanos la Plaza de la Constitución y en sus salidas fueron colocadas piezas de artillería. El pueblo mataba a puñaladas a los gendarmes. Los soldados cargaban a la bayoneta o al sable sobre las multitudes dispersándolas; pero éstas se rehacían y otra vez la sangre de los oprimidos y de los agentes de los opresores rubricaba el asfalto de las calles.

Ricardo Flores Magón plasmado en un aula rural
No se nos “dio nuestra agua” esa noche. La protesta del pueblo nos había salvado haciendo comprender al Dictador que no se toleraría un atentado contra nosotros. En cambio, se nos martirizó. No se nos dio ni un sarape ni un petate y teníamos que satisfacer nuestras necesidades corporales en el mismo negro desván donde se nos amontonó. Al siguiente día, como a la una de la tarde fuimos sacados sigilosamente por una puerta no frecuentada, se nos hizo subir de dos en dos a unos carruajes cerrados que nos esperaban, y con las bocas de las armas puestas sobre nuestros pechos llegábamos a la prisión de Belén. Nunca había visto por dentro esa horrible cárcel que en años posteriores me fue tan familiar. Después de caminar por oscuros pasadizos y de subir y bajar mugrientas escaleras nos encontramos en un largo salón cuyo techo tocábamos con las manos. Triste luz crepuscular hacía más horrendo aquel antro fétido, húmedo, negro. Apoyé mis manos en la pared y las retiré asombrado: esputos sanguinolentos decoraban las paredes. Se nos había encerrado en el departamento donde se hacinan a los mendigos que infestan la ciudad. Había ahí leprosos, tísicos, sarnosos, cojos, mancos, tuertos, ciegos, sordos, mudos, paralíticos, llagados, sifilíticos, jorobados, idiotas, un espantoso depósito de carne enferma que chorreaba pus y mugre. Los tuberculosos tosían. Las moscas zumbaban. Un vapor espeso y fétido mareaba a los más fuertes. Los nervios se aflojaban en aquella antesala de la muerte. Cansada la vista de la presencia de una corcova, tropezaba con una llaga para no ver el rostro violáceo de un tísico; se le daba la espalda pero había que ver entonces la podredumbre de un sifilítico o los ojos purulentos de un ciego, o la torturante fisonomía de un idiota. La carne fermentaba a nuestra vista, se disgregaba, se convertía en agua sanguinolenta. Se pudría antes de llegar al cementerio y en vida todavía de sus dueños. Yo envidiaba a los ciegos, siquiera no veían tanta miseria. Un ambiente de sepulcro envenenaba la sangre. Los alacranes chirriaban en las resquebrajaduras del techo. Nadie hablaba; las arañas repasaban sus viviendas en los rincones, mientras las manos de los hombres rascaban su sarna o perseguían entre sus hilachos las pulgas, los piojos y las chinches, que por millonadas se nutrían de aquellas carnes. En la noche se nos condujo al departamento de detenidos. Era pesada la atmósfera también ahí, pero siquiera se libraron nuestros ojos del espectáculo de la carroña viviente. Nuestros cuerpos desfallecían de hambre. No habíamos comido porque nadie nos ofreció un pedazo de pan y los carceleros habían rechazado las comidas que nos enviaron nuestras madres. En unos petates nos tiramos a descansar; más de ochocientos hombres roncaban o tosían en la estrecha galera. El calor era insoportable. Los piojos, las chinches y las pulgas martirizaban nuestras carnes. No dormíamos. Se nos había dicho que los presidiarios hacían víctimas a los jóvenes de asquerosas obscenidades y esperábamos de un momento a otro tener que luchar. Afortunadamente aquellos hombres se enteraron de que éramos estudiantes y en lugar de perjudicarnos nos trataron como a hijos. Antes de las cinco de la mañana, los gruesos bastones de los capataces despertaron a la gente, golpeando con fuerza el pavimento cerca de la cabeza de los presos. Los ojos pitañosos con dificultad podían distinguir algo en aquellas sombras apenas disimuladas por una candileja que parpadeaba en el centro de la estancia. Los presos escupían el suelo y se alineaban. Algunos murciélagos entrados por la noche buscaban torpemente la salida trazando en el aire figuras caprichosas. Comenzó a clarear el día y pudimos vernos bien los rostros, lívidos por el hambre y dos noches sin dormir. Supimos que había más de sesenta presos políticos en diferentes departamentos de la cárcel y varios centenares en las Comisarías; supimos también que durante la noche había habido tumultos en varios barrios de la Capital. Muchos obreros habían sido consignados al Ejército. Así terminaron aquellas jornadas que pudieron ser el principio de un movimiento revolucionario; pero que en realidad fue el postrer sacudimiento de un cuerpo que se entrega al reposo.
Muy pronto un movimiento mejor orientado sacudirá ese cuerpo que parece muerto, más ya no serán manos vacías las que disputen la victoria a los puños armados de la Dictadura. Los sables de los cosacos ya no caerán impunemente sobre las cabezas de los ciudadanos. Las descargas de los soldados del zar serán contestadas por los rifles de los soldados del pueblo. El pueblo sabe bien ahora que a la violencia hay que someterla con  la violencia.
Cárcel del Condado, mayo 18 de 1908
NOTAS:
1 Ethel Mowbray Dolsen. Periodista estadunidense. Hacia septiembre de 1907 publicó en The San Francisco Call un artículo a favor de “la labor de Flores Magón y camarilla”, cuya traducción fue publicada en el número 16 del 5 de octubre de 1907 de Revolución. A fines de ese año se trasladó a Los Ángeles, donde se vinculó al grupo de socialistas simpatizantes de la JOPLM, compuesto por John y Ethel Turner, P.D. y Frances Noel, John Murray, James Roche y Job Harriman. En mayo de 1908 visitó a Flores Magón en la cárcel del condado donde se encontraba recluido. Otros de sus artículos sobre la situación en México aparecieron en el periódico socialista angelino The People’s Paper. El 15 de octubre de 1910 publicó en Regeneración el artículo “An Anti-Mexican Intervention League ought to be organized in this Country,” Liga de la cual fue iniciadora. En marzo de 1911, escribió y puso en escena su obra Across the Border, con la Advance Drama Company.
2 Posible referencia a El Republicano. “Periódico de política, literatura, comercio, industria, variedades y avisos” (México, DF, 1879, dir. José Negrete). Diario de filiación lerdista que emprendió una campaña para denunciar la cruenta represión del gobierno contra los lerdistas veracruzanos.
3 Dos organizaciones, el Comité de Estudiantes Antirreeleccionistas y el Club Liberal Soberanía Popular, se fusionaron el 1 de mayo de 1892 y formaron el Comité Antirreleccionista de Estudiantes y Obreros. Su primer acto público fue una asamblea de estudiantes y obreros antirreleccionistas que devino en una manifestación que terminó en la Plazuela del Carmen (hoy Plaza del Estudiante) donde se rindió tributo a Miguel Hidalgo en su aniversario. A esa manifestación siguieron, quince días después, las jornadas de protesta antirreleccionista a las que hace referencia este artículo.
4 Sansculotte (literalmente, sin calzones). Sobrenombre que identificaba a los miembros del ala más radical y popular de la Revolución Francesa.
5 Louise Antoine de Saint Just (1767-1794). Revolucionario, militar y orador francés. Miembro del Comité de Salud Pública. Cercano y leal a Robespierre, dirigió eficazmente campañas militares durante el “Terror.” Fue ejecutado junto a aquél.
6 Honoré Riqueti, conde de Mirabeau (1749-1791). Escritor, orador y revolucionario francés. Presidente de la Asamblea Nacional Constituyente (1789). Escribió la primera versión de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano.
7 Georges Jacques Danton (1759-1794). Abogado, orador y revolucionario francés cercano a Marat y Desmoulins. Defensor de las reivindicaciones de los sansculottes. En 1790 presidió el club radical de los Cordeleros. Durante la Convención (1792), fue secretario de Justicia y líder principal. Promovió la formación del Comité de Salud Pública (1793), del cual fue primer presidente. Su destitución marca el comienzo de la época del “Terror,” en la que fue guillotinado junto con Desmoulins.
8 Camille Desmoulins (1760-1794). Abogado, periodista, escritor y revolucionario francés. Secretario de Mirabeau (1789). Miembro del club radical de los Cordeleros (1791). Miembro de la Convención Nacional. Cercano a Danton, criticó el “Terror” de Robespierre a partir del tercer número de su Le Vieux Cordelier (1793), donde escribió: “¿Qué es lo que diferencia a la República de la Monarquía? Una cosa: la libertad de hablar y escribir.” Murió guillotinado.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2012/07/15/sem-flores.html