COMENTARIO de anónimo:
Entonces, podríamos decir, que hablar de un Estado fallido supone una situación en la que el Estado no es capaz de mantener la hegemonía en tanto dominación/administración consentida de la vida. Una situación incluso en la que el supuesto “monopolio legítimo de la violencia”, podría ponerse en duda. ¿Esto sería entonces una coyuntura con posibilidades revolucionarias, en tanto catalizador de “descontento social”, o bien, sería terreno fértil para el terrorismo de Estado, la inmovilidad ciudadana, y un auge del conservadurismo? Estado fallido e ingobernabilidad bien pueden ser objetivos a alcanzar.
En un registro histórico, lo que me parece no hay que perder de vista, es el carácter oligárquico de las Repúblicas capitalistas latinoamericanas, así como su proyecto de nación-de-Estado. De ambos rasgos es que emerge su perfil como impulsoras de un proyecto identitario basado en la exclusión social, como Estados que, como señalaba Bolívar Echeverría, cumplen una “función ancilar para la reproducción capitalista global”, con una clase capitalista que no llega a generar capital productivo, y que no pasa de actuar como simple clase rentista y usurera, sobre-explotadora de la fuerza de trabajo.
TERMINACOMENTARIO
En cuanto a la primera cuestión, desde una voluntad profundamente crítica y una perspectiva transformadora, me parece que es evidente que el Estado mexicano ha fallado debido a su carácter capitalista, y en cuanto que un Estado distinto debería, además de tener el “monopolio legítimo de la violencia”, propiciar el desarrollo humano de su sociedad, su potencial productivo y, en última instancia, terminar con las clases sociales. Lo que encuentro problemático es que ese término, el de Estado fallido, más bien se utiliza en últimos tiempos como sinónimo de gobiernos fallidos o de estrategias gubernamentales fallidas. Y aún más, que se utiliza considerando que en alguna forma de Estado capitalista tendría que lograrse el bienestar humano.
En cambio, considerando que el Estado mexicano es justamente un Estado supeditado a los designios del imperio yanki -básicamente sin importar qué partido esté en el gobierno bajo la estructura actual de la posesión privada de la tierra, de los medios de comunicación y de producción, y muchos otros mecanismos de control como el TLC, el crédito financiero o incluso el militar-, la violencia debe considerarse como parte de la lógica que utiliza el imperio para beneficiarse y mantener la relación de dominación. En ese marco, la vida como valor en sí, no importa. Evidentemente, esto se reproduce también y probablemente de una manera más brutal, dentro del control político y económico que ejerce el Estado y los gobiernos mexicanos hacia el interior, hacia la población más vulnerable, que es la mayoría, las mujeres, los indígenas, los jóvenes, los niños, l@s trabajador@s. Actualmente, no veo ningún indicio de que el Estado mexicano esté perdiendo su hegemonía en la administración consentida de la vida -¿servidumbre voluntaria?- ni contra “el narcotráfico” ni mucho menos contra los ciudadanos. Y, si ha perdido el monopolio de la violencia, ha sido porque así lo ha planeado y así le conviene al mercado, por el momento.
Ahora bien, ante la pregunta: “¿Esto sería entonces una coyuntura con posibilidades revolucionarias, en tanto catalizador de 'descontento social', o bien, sería terreno fértil para el terrorismo de Estado, la inmovilidad ciudadana, y un auge del conservadurismo? Estado fallido e ingobernabilidad bien pueden ser objetivos a alcanzar”.
Pienso que sí, que es una posibilidad histórica. Aunque creo que el problema es doblemente monumental. Por un lado, porque la violencia -además de ser un mecanismo del capital para encarecer las drogas (en Colombia, un gramo de cocaína vale dos dólares, mientras que en Estados Unidos vale más de 100), favorecer el tráfico de armas, aumentar el lavado de dinero que va a parar a los bancos yankis y su sistema financiero-, es también una forma de terror y control social y político. Pero por otro lado, y creo que esto es más alarmante, no existe una voluntad revolucionaria real.
Ante las ideas imperantes en “las izquierdas actuales”, sobre las autonomías y actividades autogestivas, de la estetización de la política por los de abajo, la atomización del individuo como un valor moral y su reproducción en la atomización de los movimientos sociales, también considerada un preponderante valor cultural y político, y sobre todo la negación del asalto al poder, no hay una perspectiva revolucionaria que intente siquiera modificar las relaciones de producción de la vida material más allá del plano simbólico.
Probablemente, las formas actuales de organización y de conciencia desde abajo, es decir, desde los sectores populares, o incluso desde el individuo, propiciarán transformaciones culturales muy profundas o incluso políticas de gran envergadura. Y, como ya se ha visto, en movilizaciones masivas, podrán mover y tirar gobiernos -lo cual no es la regla sino la excepción. Pero hasta ahora, no han mostrado que puedan transformar las relaciones de producción de los bienes de manera esencial, y no sólo de manera aparente. Es decir, no han logrado instaurar en ningún lugar, un Estado socialista. Seguramente ni se lo proponen y esa es la gravedad del asunto.
Como generalmente se plantea este tema, mi argumentación puede parecer nostálgica o arcaica, incluso. El asunto es que la cuestión siempre se plantea en un marco teórico, filosófico y posmoderno, casi como si la lucha de clases fuera una discusión meramente ideológica y cultural, y no la expresión de una circunstancia material de dominación. Sin embargo, si llevamos la discusión al terreno material, concreto y contemporáneo, la perspectiva adquiere un estado de fatalidad.
La situación ecológica en el mundo -la depredación masiva de bosques y ecosistemas, la desaparición diaria de cientos de especies, la desertificación irreversible de innumerables hectáreas alrededor de todo el mundo, nuevas tecnologías que son más contaminantes pero que permiten seguir extrayendo recursos muy escasos, el desabasto de agua en muchas partes del mundo, el nuevo mercado de los bonos de carbono, la contaminación genética de decenas de especies ancestrales de cultivos, la tecnología geotérmica que se viene para modificar el clima en lugares específicos del globo terrestre, la contaminación marina-, esta alarmante situación, que ya golpea a los pueblos más pobres del planeta y cuyo elemento mediático más visible es el calentamiento global, parece indicar que a la humanidad no le queda mucho tiempo para experimentar sólo cambios culturales que podrían o no, transformar las formas en las que se producen las cosas.
Evidentemente el cambio cultural es una necesidad moral y una actitud ética ante la vida, y debiera ser un elemento imprescindible en un movimiento revolucionario, pero no es en sí una revolución, en el sentido de transformar la esencia de nuestros problemas como sociedad e incluso como individuos. Ser vegetariano, por ejemplo, es una actitud política, militante y ética ante un problema concreto, pero en nada transforma la forma en la que se produce la carne en el mercado capitalista.
La autogestión y la autonomía debieran ser también actitudes políticas necesarias pero no únicas, ni fines en sí. La organización masiva, la congregación de fuerzas, la unión política a través de un programa político socialista concreto, el asalto al poder, y la transformación de las formas del poder hegemónico en formas populares, horizontales, democráticas, participativas y no representativas, deberían ser los ingredientes indispensables de la revolución. Por el contrario, cada día es más dominante la postura de quienes piensan que el cambio viene desde el interior, que las formas de producción son lo de menos y lo fundamental es la estética en lo político, la cultura de la autonomía, la mera transformación de la conciencia. Uno podría preguntarse si esa dispersión de la voluntad revolucionaria, del deseo libertario, es un triunfo más de la hegemonía cultural del capitalismo que todo lo asimila y pervierte.
En verdad, debería ser una imperiosa necesidad rescatar a Marx para cualquier proyecto revolucionario: “El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre [human@, quiso decir] la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia” (Prólogo a la Contribución de la Economía Política).
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