Después de los calores que azotaron a la ciudad de México el mes pasado, en éste y principalmente en la recién comenzada semana, el cielo que ahora es gris se cae en pequeños pedazos que inundan avenidas, calles y casas; creando entre otras cosas, un caos vial indescriptible.
Las lluvias siempre son esperadas en el campo pues cumplen una función básica, no sólo en la medición del tiempo, sino principalmente en la reproducción de la vida. Sin embargo, en la ciudad y en una tan grande como lo es la hermosa Ciudad de México -nombre por cierto adoptado pues el original es tan feo: Distrito Federal- no son del todo bienvenidas.
Estos ciclos naturales se pierden en la ciudad, los animales que habitan en ella son en su mayoría cautivos de sus insensibles dueños, o repulsivos moradores de las calles que se alimentan de las sobras de la gran urbe.
Regreso a la lluvia, como ciclista urbano que soy desde hace ocho años aproximadamente, los tiempos de lluvia no me son favorables, podría cargar impermeable y equiparme para llegar a mis destinos. Sin embargo, a las encharcadas calles debemos agregar la amabilidad y respeto de los automovilistas que se neurotizan por el tránsito, que he de aceptarlo, es de desquiciar a cualquiera.
Así, el día de ayer mi rutina comenzó normal cual cotidiana, recorrí los tres y medio kilómetros que separan mi hogar del lugar donde trabajo, en el tiempo acostumbrado de 25 minutos, y aunque en las noticias de la mañana habían pronosticado lluvia, preferí arriesgarme y no someterme desde la ocho treinta de la mañana al escándalo y folclore de los peseros. Llegué temprano a la oficina –sí, no saben cuánto me pesa, soy oficinista- y conforme mi jornada laboral de ocho horas transcurría, el cielo se tornaba un tanto más gris, mala suerte, tendría que dejar la bicicleta en el trabajo y someterme a los vapores y olores del transporte que me conduce al metro Chapultepec.
A eso de las cuatro de la tarde el cielo no se contuvo más y comenzó a llover, las gotas deformaban la visión a través del cristal y con la curiosidad normal del animal, mis compañeros y yo nos levantamos a ver la lluvia, a disfrutar de ese placer que es ver llover y no mojarse, pronto comenzaron a oírse las voces de queja sobre el cargado tráfico que tendríamos que soportar para llegar a nuestras casas. Esperanzado en que pasara el diluvio me sumergí el en horizonte extremadamente corto e infinito del monitor de la computadora. Fueron las seis y la lluvia se había calmado, pero no había cesado, me puse el abrigo, no sin antes sacar la mano por la ventana para medir la intensidad de la precipitación, era más de lo que podía soportar con la ropa del trabajo; sumado a esto, las cuencas de las calles eran ya pequeñas lagunas que los autos removían provocando a su paso olas.
Resignado dije adiós a mis compañeros, la ruta que me llevó al metro era húmeda como ya lo dije, y los agradables olores mañaneros de los oficinistas ya no eran más que gestos apretados por el hastío y la desesperación que provoca el hecho de mirar que el semáforo tiene luz verde y nada se mueve. El transporte se llena de un humor pesado que junto con la estaticidad congela el tiempo. Los cláxones no se hacen esperar y se convierten en una sinfonía macabra y atormentadora. Entre atajos, mentadas de madre y largos lapsos sin circular; llegamos en un tiempo aproximado de cuarenta minutos al metro del “cerro del chapulín”.
El vapor y la cálida humedad gracias a la adaptación de la que son capaces los cuerpos, ya no eran perceptibles; sin embargo volvieron cuando nos apeamos del pesero y con paso presuroso entramos en la boca de la calle. En el hormiguero, gente con miles de facciones tan distintas caminaban por los andenes, la ropa por lo general era obscura, los colores vivos, los que realmente son colores “brillaban por su ausencia”. En las dos estaciones que pasé en la línea dos del metro el avance fue lento, pero espaciado y cómodo. Casi diez minutos en la estación Juanacatlan y el sonido de una bocina anunciado que “permitieran el libre cierre de puertas” en Pino Suárez.
El hervidero de gente comenzó en el transborde de Tacubaya, ríos de personas andaban por los pasillos y andenes que conectan una línea con otra. Bajaba por las escaleras eléctricas cuando el compañero que venía justo atrás de mi dijo: “ira no mames, viene hasta su madre y para acabarla de chingar las escaleras ni sirven” y eso era! el número de personas en el lado opuesto a nosotros era incontable, las escaleras mecánicas eran un embudo que hacía crecer la fila que se extendía tras ellas; apareció personal del metro vestido de negro y con la pequeña insignia del transporte colectivo en anaranjado en el lado derecho del saco. Con el caminar de la gente llegué hasta la estación Tacubaya ya en la línea nueve. Apenas pude entrar al pasillo por donde corría el convoy, la gente era tanta que caminar para llegar a los vagones de atrás era difícil, nos abrimos paso con la inercia del movimiento que ya traíamos y nos desperdigamos a lo largo del pasillo. Llegó el tren, la gente se abalanzó hacia las puertas, el convoy se detuvo por un instante y siguió su marcha entre la rechifla de los que esperaban abordarlo. El conjunto dio un paso para atrás cuando el metro se alejaba.
En la dirección contraria, algunas personas abordaron los vagones que sabían retomarían dirección a Pantitlan, la rechifla fue mayor y llego a gritos que entre timidez y disgusto decían, “bájenlos”, un policía paso vagón por vagón hasta que quedaron vacíos, avanzó y llego frente a nosotros, a mi sólo me restaba una estación así que no me importó conseguir lugar, me hice para tras mientras el resto corrió al interior del convoy, otros se quedaron justo donde las puertas, suponiendo que el próximo vagón les dejaría la entrada en la nariz, pedí permiso para subir, las puertas -contrario de lo que todos en silencio pensábamos- se cerraron en el segundo intento. Cuando el metro tomaba velocidad la aglomeración se hizo a nuestros ojos literalmente una masa de colores obscuros con algunos lunares de colores.
La distancia que agradablemente recorro en bicicleta en veinticinco o treinta minutos la hice hoy en hora y cuarto.
Las lluvias siempre son esperadas en el campo pues cumplen una función básica, no sólo en la medición del tiempo, sino principalmente en la reproducción de la vida. Sin embargo, en la ciudad y en una tan grande como lo es la hermosa Ciudad de México -nombre por cierto adoptado pues el original es tan feo: Distrito Federal- no son del todo bienvenidas.
Estos ciclos naturales se pierden en la ciudad, los animales que habitan en ella son en su mayoría cautivos de sus insensibles dueños, o repulsivos moradores de las calles que se alimentan de las sobras de la gran urbe.
Regreso a la lluvia, como ciclista urbano que soy desde hace ocho años aproximadamente, los tiempos de lluvia no me son favorables, podría cargar impermeable y equiparme para llegar a mis destinos. Sin embargo, a las encharcadas calles debemos agregar la amabilidad y respeto de los automovilistas que se neurotizan por el tránsito, que he de aceptarlo, es de desquiciar a cualquiera.
Así, el día de ayer mi rutina comenzó normal cual cotidiana, recorrí los tres y medio kilómetros que separan mi hogar del lugar donde trabajo, en el tiempo acostumbrado de 25 minutos, y aunque en las noticias de la mañana habían pronosticado lluvia, preferí arriesgarme y no someterme desde la ocho treinta de la mañana al escándalo y folclore de los peseros. Llegué temprano a la oficina –sí, no saben cuánto me pesa, soy oficinista- y conforme mi jornada laboral de ocho horas transcurría, el cielo se tornaba un tanto más gris, mala suerte, tendría que dejar la bicicleta en el trabajo y someterme a los vapores y olores del transporte que me conduce al metro Chapultepec.
A eso de las cuatro de la tarde el cielo no se contuvo más y comenzó a llover, las gotas deformaban la visión a través del cristal y con la curiosidad normal del animal, mis compañeros y yo nos levantamos a ver la lluvia, a disfrutar de ese placer que es ver llover y no mojarse, pronto comenzaron a oírse las voces de queja sobre el cargado tráfico que tendríamos que soportar para llegar a nuestras casas. Esperanzado en que pasara el diluvio me sumergí el en horizonte extremadamente corto e infinito del monitor de la computadora. Fueron las seis y la lluvia se había calmado, pero no había cesado, me puse el abrigo, no sin antes sacar la mano por la ventana para medir la intensidad de la precipitación, era más de lo que podía soportar con la ropa del trabajo; sumado a esto, las cuencas de las calles eran ya pequeñas lagunas que los autos removían provocando a su paso olas.
Resignado dije adiós a mis compañeros, la ruta que me llevó al metro era húmeda como ya lo dije, y los agradables olores mañaneros de los oficinistas ya no eran más que gestos apretados por el hastío y la desesperación que provoca el hecho de mirar que el semáforo tiene luz verde y nada se mueve. El transporte se llena de un humor pesado que junto con la estaticidad congela el tiempo. Los cláxones no se hacen esperar y se convierten en una sinfonía macabra y atormentadora. Entre atajos, mentadas de madre y largos lapsos sin circular; llegamos en un tiempo aproximado de cuarenta minutos al metro del “cerro del chapulín”.
El vapor y la cálida humedad gracias a la adaptación de la que son capaces los cuerpos, ya no eran perceptibles; sin embargo volvieron cuando nos apeamos del pesero y con paso presuroso entramos en la boca de la calle. En el hormiguero, gente con miles de facciones tan distintas caminaban por los andenes, la ropa por lo general era obscura, los colores vivos, los que realmente son colores “brillaban por su ausencia”. En las dos estaciones que pasé en la línea dos del metro el avance fue lento, pero espaciado y cómodo. Casi diez minutos en la estación Juanacatlan y el sonido de una bocina anunciado que “permitieran el libre cierre de puertas” en Pino Suárez.
El hervidero de gente comenzó en el transborde de Tacubaya, ríos de personas andaban por los pasillos y andenes que conectan una línea con otra. Bajaba por las escaleras eléctricas cuando el compañero que venía justo atrás de mi dijo: “ira no mames, viene hasta su madre y para acabarla de chingar las escaleras ni sirven” y eso era! el número de personas en el lado opuesto a nosotros era incontable, las escaleras mecánicas eran un embudo que hacía crecer la fila que se extendía tras ellas; apareció personal del metro vestido de negro y con la pequeña insignia del transporte colectivo en anaranjado en el lado derecho del saco. Con el caminar de la gente llegué hasta la estación Tacubaya ya en la línea nueve. Apenas pude entrar al pasillo por donde corría el convoy, la gente era tanta que caminar para llegar a los vagones de atrás era difícil, nos abrimos paso con la inercia del movimiento que ya traíamos y nos desperdigamos a lo largo del pasillo. Llegó el tren, la gente se abalanzó hacia las puertas, el convoy se detuvo por un instante y siguió su marcha entre la rechifla de los que esperaban abordarlo. El conjunto dio un paso para atrás cuando el metro se alejaba.
En la dirección contraria, algunas personas abordaron los vagones que sabían retomarían dirección a Pantitlan, la rechifla fue mayor y llego a gritos que entre timidez y disgusto decían, “bájenlos”, un policía paso vagón por vagón hasta que quedaron vacíos, avanzó y llego frente a nosotros, a mi sólo me restaba una estación así que no me importó conseguir lugar, me hice para tras mientras el resto corrió al interior del convoy, otros se quedaron justo donde las puertas, suponiendo que el próximo vagón les dejaría la entrada en la nariz, pedí permiso para subir, las puertas -contrario de lo que todos en silencio pensábamos- se cerraron en el segundo intento. Cuando el metro tomaba velocidad la aglomeración se hizo a nuestros ojos literalmente una masa de colores obscuros con algunos lunares de colores.
La distancia que agradablemente recorro en bicicleta en veinticinco o treinta minutos la hice hoy en hora y cuarto.
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